miércoles, 26 de enero de 2011

Cazando al Cazador

 Todo empezó así, estaba yo viendo la televisión con mis hermanos a las 9:30 de la mañana cuando:                                        
-¡Venga, a vestirse, que nos vamos!
(Perdonad, aún no me he presentado, soy Álvaro Caruncho. ¿Por dónde iba?, a sí…).
Yo pensé: “¿Nos vamos?, ¿a estas horas?, ¿a dónde?”. Cuando llegué a mi cuarto y vi la ropa que había en mi cama di un grito de exclamación:
-¡Nos vamos a la nieve; bien!

Encima de mi cama había una camiseta interior, una camiseta muy gorda roja, una sudadera de Bilabong, un abrigo súper gordo, unos pantalones vaqueros, unos pantalones de lana impermeables de color gris y unas botas de nieve muy calentitas que me llegan hasta las rodillas. Entre los gritos de alegría de mis hermanos (Mónica, Leticia, Jaime, Gonzalo, Laura, Lucas y Carlos), me puse la ropa, cogí unos guantes de nieve, una braga y un gorro y cargué los trineos en la furgoneta. Después ayude a preparar la comida y a vestir a mis hermanos pequeños, y al cabo de media hora ya estábamos todos en la furgo camino de la montaña.
Cuando llegamos eran las 11:15 de la mañana, así que descargamos los trineos y nos lanzamos a la nieve, esquivando socavones y cogiendo una velocidad vertiginosa. Cuando llegamos abajo subimos rápidamente para que mis otros hermanos y mis padres se pudieran tirar. Mientras los demás se tiraban con el trineo, mi hermana Mónica y yo hicimos un gran muñeco de nieve. Después, nuestros padres nos llamaron a comer. ¡Qué bien! Había consomé calentito que habíamos traído en un termo, bocadillo de chorizo, croquetas y de postre, manzana.
Después de comer hicimos dos equipos, uno era mi padre, Laura, Lucas, Carlos y yo, y el otro mis dos hermanas mayores, mi madre, Jaime y Gonzalo. Entre mi padre y yo hicimos un bunquer con un trineo y nieve, y después empezamos a tirar bolas de nieve. El otro equipo nos iba ganando, pues mis hermanos pequeños no hacían nada más que estorbar. Después de esta batalla, a la que nos ganaron por cierto, nos fuimos a tirar otra vez con los trineos e hicimos una carrera.
Nos tiramos por la montaña a una velocidad alucinante; mi hermano iba en cabeza pero después yo le adelanté y… ¡PUUM!, me choqué contra una roca y caí rodando hasta un bosquecillo. Allí intente levantarme, pero no pude porque me dolía mucho la pierna izquierda, me la debía haber roto. Entonces oí unos murmullos y vi a unos señores hablando cerca de una casita de madera. Me quedé en silencio y escuché. ¡Esos señores eran traficantes de armas y cazadores furtivos! Oí que decían que las armas y las pieles de zorro estaban debajo de la cama que había en la cabañita de madera y que irían a recogerlas el miércoles por la noche, a las 10:30. Se fueron los extraños señores y a duras penas intenté entrar a la casa. Entonces oí unas voces que decían: “¡Álvaro, Álvaro! ¿Dónde estás?”
-Aquí, -dije yo- entre los árboles, cerca de una casita de madera.
Cuando me encontraron me preguntaron:
-¿Qué haces ahí tirado? ¿Por qué no te levantas?
-Porque me duele mucho la pierna- dije entre un gemido –me la debo haber roto pero, antes que nada, hay que entrar en esa cabaña; he oído hablar a unos señores acerca de unas armas y de cazar a animales y vender sus pieles.-
Al principio no me creyeron, pues era poco creíble esa historia, pero después les convenció y entramos en la casita. Miramos debajo de la cama y vimos armas descomunales, que debían usar para matar a los animales, ¡pobrecillos! Cogimos las armas y fuimos a la comisaría. Mientras estábamos allí mi madre pretendía llevarme al médico, pero yo me negué en redondo, quería saber lo que iba a decir la policía.
Ésta nos dijo que eran armas muy peligrosas y que el miércoles irían a la cabaña y atraparían al cazador. Entonces ya me llevaron al médico y me dijeron que efectivamente me había roto la pierna. Me la vendaron y escayolaron y volvimos a casa. Debían ser las 9:30 cuando me acosté, pero me dormí mucho más tarde; pues entre el dolor de pierna y lo que nos había dicho la policía era imposible dormirse. Al final me dormí, pero no sin antes haber dado varias vueltas a lo de la casita del bosque. Llegó el jueves y nos llamaron de la comisaría. Nos dijeron que habían cogido al cazador y había confesado que era un traficante y cazador furtivo, y que además, maltrataba a los animales. El viernes por la tarde fuimos a una ceremonia en la que nos conmemoraron por el acto heroico que habíamos hecho. Luego nos dieron un diploma y además a mí una medalla, pero si mis padres no me hubieran apoyado desde pequeñito no hubiera tenido el valor suficiente para espiar a los cazadores.
Ahora guardo esa medalla y voy presumiendo y chuleándome con mis amigos, diciéndoles que ellos no tienen una medalla como la mía, ¡ja,ja,ja!                     

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